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llevaba un frac rojo y un estúpido sombrero de copa verde. Además, un negro debe ser un hombre belicoso, amenazador, y aquél hacía cómicos juegos de manos, les sacaba a los espectadores naipes de los bolsillos y, más que un guerrero de una tribu africana, parecía un lacayo.

Al ver a Va—Piti, el arquero piel roja, se me cayó el alma a los pies. No iba vestido a la europea, como el negro, y un gallo hubiera envidiado su plumaje: pero no pendía de su cintura el cuero cabelludo de ningún enemigo y en su cuello se echaba de menos un collar de dientes de oso gris. No; no era aquello lo que yo esperaba.

El piel roja se limitaba a lanzar flechas a un círculo dibujado en una tabla. Ni siquiera una les lanzaba a los espectadores, a los rostros pálidos, a los enemigos de su raza. Me dieron ganas de gritarle: —¡Eres un sinvergüenza! ¡Eres un cobardel ¿Has olvidado que los rostros pálidos se apoderaron de tus prados, quemaron tu wigwan, te robaron el mustang? Si fueras un digno representante de tu raza, les enviarías algunas flechas envenenadas a ese empleado de Hacienda gordo, a ese burgués barrigudo, que han venido a burlarse de tu tribu, la famosa tribu «Corazón de águila».

Las gloriosas tradiciones de dicha tribu no le importaban, por lo visto, un comino al arquero, que, en vez de hender con su tomaga wt el cráneo de sus enemigos, les saludaba humildemente cuando le aplaudian.

Una muchacha se colgaba al cuello, como un boa,