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cazadores atrevidos, y emprender un viaje al Africa del Sur.

Si mis padres se oponían al viaje al sur de Africa, me iría a América, donde me esperaban aventuras sin cuento en los inmensos prados, entre los vaqueros mejicanos, entre los pieles rojas tatuados... Afortunadamente, había en nuestro planeta numerosos países llenos de peligros.

El capitán Mine—Read y Luis Boussenard eran mis autores predilectos. Sentado al pie de la roca, leía ávidamente sus relatos interesantísimos.

«... Tendidos a la sombra de un gigantesco baobab, los viajeros aspiraban el delicioso olor de una pierna de elefante que se asaba sobre la hoguera. El negro, un gigante de dos metros de estatura, arrancó algunos frutos del árbol y los puso también a asarse.

Después de un copioso almuerzo, los viajeros se bebieron algunos vasos de agua cristalina del próximo arroyo mezclada con ron.» A mí se me abría el apetito. «Hay gente—murmuraba—que sabe vivir. Voy yo también a hacer por la vida.»» Y de una hendedura de la roca, que me servía de despensa, sacaba un par de chuletas, un arenque ahumado, un trozo de pastel de carne y media botella de sidra. Aquello no era la pierna de elefante, ni los frutos del baobab; pero, a falta de otra cosa, había que contentarse con tan modesta merienda.

Mientras comía, mis ojos escrutaban el horizonte; mas el bajel pirata no aparecía nunca.

Empezaba a ponerse el Sol. Había que volver a