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etcétera. Y tampoco juzgaba indigna de un hombre honorable la trata de negros.

La prosa que me rodeaba me hacía sufrir lo indecible. Casi todas las tardes me iba a la orilla del mar, a algún paraje esquivo; me sentaba al pie de una roca, y me dedicaba a soñar.

¡Qué estupendas aventuras soñaba!

Un barco de piratas anclaba no lejos de ia roca, y los piratas desembarcaban, para enterrarlos, los tesoros robados en sus últimas expediciones. Una vez en tierra la enorme caja de madera y hierro, llena de doblones españoles, guineas, monedas mejicanas y brasileñas, armas, objetos de arte, vasos de oro y de plata, abrían, con sus manos musculosas, un profundo hoyo en la arena, y la escondían allí, colocando después, sobre la arena apisonada, una señal, a fin de poder, en lo futurc, reconocer el sitio. Hablaban con voz ruda, de lobos de mar; su piel estaba curtida por el sol y el viento. Terminado su trabajo, se ponían a beber auténtico ron de Jamaica, whisky, ginebra. ¡Qué modo de beber, Dios mío! Yo los espiaba oculto en una concavidad de la roca.

Al verlos irse, sentía vehementes impulsos de rogarles que me llevasen en su compañía. ¡Qué delicia tomar parte en sus expediciones, bajo los rayos ardorosos del sol tropical, asaltar los barcos mercantes, lanzarse a una lucha a muerte con un brick inglés!

Pero no tardaba en desechar aquellas ideas. Era mucho más práctico desenterrar la caja, vender el tesoro y, con lo que me dieran por él, comprar un carro boer, armas y provisiones; contratar a algunos