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III

Aquel imbécil empezaba a ponerme nervioso.

—¡Qué bruto eres, querido!—le dije.

—¿Por qué?

—Es una creencia.

En los labios de mi supersticioso amigo se dibujó una sonrisa triste.

—¡Vaya una manera de tratarme!

—¡Como te mereces, mamauvas! Cuando compraste esos malditos elefantes, tu mujer estaba buena y sana, tenías dinero y un empleo, tu tío no te había dejado heredero de su prole. Desde que los hospedas en tu casa, no te ocurren mas que desgracias... ¡Y temes ahuyentar la felicidad vendiéndolos!

Mi supersticioso amigo palideció.

—¡Tienes razón!—contestó. Es misteriosa la coincidencia. Quizá sea fatídico el número once, y los elefantes deban ser doce o diez.

—Es posible. Y acaso lo que traiga la felicidad no sean los elefantes, sino los camellos o las liebres.

—¡Q: ié sabe! ¡Se te ha ocurrido una idea luminosal —Y tal vez—proseguí—lo eficaz no sea comprarlos, sino robarlos.

—¡Quién sabe!

—Y pueda ser que el mejor modo de que atraigan la felicidad sea encerrarlos en la bodega.

Callamos. Tras un largo silencio, Strapujin me preguntó con timidez: AVERCHENKO: CUENTOS.—T. I