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—Llévatela al Mediodía.

—¿Con qué dinero?

—Si no recuerdo mal, tu mujer había heredado algunos miles de rublos.

—Sí; pero los he perdido en la Bolsa.

—¡Qué desdicha! Pues pídele un adelanto al director de la oficina donde estás empleado.

—No estoy ya empleado. Cuando se enteraron de que jugaba a la Bolsa me despidieron, temiendo un desfalco.

—¡Hombre, lo siento!... ¿Y aquel tío rico que tenías? ¿No se muere?

—No; el rico, no. En cambio, se me ha muerto otro que me ha dejado, por única herencia, media docena de chiquillos.

¿Por qué no vendes algunos muebles? Tenías una casa muy bien amueblada.

—Hace tiempo que lo vendí todo... Sólo me quedan los elefantes.

—¿Qué elefantes?

— Los once de marras. ¿No te acuerdas?

—¡Ah, síl... ¿Te costó mucho la escala completa?

—Ciento cincuenta rublos.

—¡Pues véndelos! Con ese dinero, tú mujer podrá pasar una temporada en Crimea.

Strapujin retrocedió asustado, como si yo le hubiera aconsejado un homicidio.

—¿Estás loco? ¿Vender los elefantes? ¿Ahuyentar de mi casa la felicidad?