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—¡Hombre, me alarmas! ¿Deseabas, acaso, mi óbito, mi deportación a la Siberia, mi asistencia forzosa a la lectura de un drama?

—No. Pero si te digo lo que deseaba no se realizará.

—¿Temes que yo me oponga?

—No. Es otra creencia...

—¿Ah, sí? Pues hasta otro rato—repuse yo, un si es no es picado —. Me voy.

—Ya? ¿Qué hora es?

—No puedo decirtelo.

—¿Por qué?

—Existe una creencia...

Strapujin me miró desasosegado.

—¿De veras?

—¿No lo sabías? El decir la hora trae la desgracia.

—¡Caracoles! ¡Y yo que en cuanto alguien pregunta Qué hora es?» saco el reloj y se la digo! ¡No volveré a hacerlo! Anoche mismo, en el teatro, satisfice la curiosidad cronométrica de una señora que ocupaba la butaca inmediata a la mía.

—¿Y no te pasó nada?

—No... ¡Ah, síl ¡No me acordaba! Me robaron el sombrero.

—¿Ves?... De qué era el sombrero?

—De fieltro.

—¿De fieltro? Estás de enhorabuena.

—¡Cómo!

—Sí; es otra creencia. La pérdida de un sombrero de fieltro trae la felicidad.

Strapujin se frotó las manos.