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—¡Yo, claro! No se puede dejar en libertad a un hombre que ha escrito unos versos tan atrevidos.

Yo no hubiera consentido nunca...

Toporkov estaba estupefacto.

—¿Usted? Pero usted...

—Y crea usted—continuó el anciano, sin parar mientes en el asombro de su interlocutor—que si sólo se le condena a un año de cárcel será muy a pesar mío. Yo haré todo lo posible porque se le condene a dos años...

—¿Pero usted quién es?—exclamó Toporkov, cuyos nervios estaban tensos como las cuerdas de un violín.

En los labios del viejo se dibujó una sonrisa picaresca.

—No me ha reconocido usted, hombre de Dios?

¡Soy el fiscal del Tribunal Supremo! Hace tres años le denuncié a usted por su artículo «El régimen agonizante». Le defendió a usted un gran abogado, Ivan Petrovich Rudakov, y lo hizo con tanta elocuencia, que, lo confieso, temí que fuera usted absuelto. Pero si Rudakov es un abogado de talento, yo no soy un fiscal de tres al cuarto, ¡je, je, jel, y logré que le condenasen a usted a un año de prisión.

Toporkov miraba al anciano como a una súbita y macabra aparición. Se frotó los ojos para convencerse de que todo aquello no era un sueño.

—¿Conque es usted?... Sí, sí, ya recuerdo. Me condenaron a un año de prisión; pero usted estaba empeñado en que me condenasen a tres...

— En efecto; pedía tres años, ¡je, je, jel Compren