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El viejo se sonrió, confuso, como un colegial que se ve obligado a confesar una flaqueza: —¡Soy tan sentimental!—contestó—. Quisiera añadirlo a mi colección: tengo el de Pinin, el de Kovaleunsky, el de Rubinson... Son la gloria de Rusia, y me honro decorando con sus efigies mi despacho.

Tengo también el célebre retrato de Ichmetiev, pintado por Kulchitsky: lo compré en la última Exposición. ¡Qué talento, amigo Toporkov, el de Ichmetiev! Es un poeta formidable. No me canso de leer sus poemas, sobre todo El alba roja.

—El pobre ha sido detenido y procesado con motivo de la publicación de ese poema.

—Me sé de memoria los versos que han dado lugar al proceso: Si queréis triunfar, lanzaos contra el enemigo en fuertes columnas cerradas. ¿Cómo sin lucha vais a vencerle?

¡Eso es poesía! ¡No lo que escriben hoy la mayoría de nuestros poetas! El fuego sagrado se ha extinguido. La juventud se entrega al cubismo, al futurismo... ¡Es una triste época la nuestral —Yo creo que Ichmetiev no será condenado.

—Se engaña usted, amigo mío. Sin un añito de cárcel no se escapa.

—Sus amigos hemos tratado, en vano, de conseguir su libertad provisional.

— Me he opuesto yo a que se le conceda...

—¿Usted?—interrumpió Toporkov. creyendo no haber oído bien.