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obliga a leer mucho. Sería para mí una verdadera satisfacción que me encargasen estudiar esa joya.

«Debe de ser un crítico», se dijo, halagado, Toporkov.

—Es usted muy amable—repuso, estrechando la mano del viejo—. Le agradezco tanto...

—Es un artículo admirable, amigo Toporkov. Soy un lector asiduo de los trabajos de usted, no sólo por razón de mi oficio, sino porque me encantan. La literatura es mi debilidad, aunque muchos crean que en ella sólo me interesa el aspecto... extraliterario.

¿Será un editor?», pensó Toporkov.

Y trató de nuevo de recordar dónde había visto a aquel caballero, dónde le había conocido.

—¿Y Blumenfeld? —inquirió el viejo—. ¿Se vende mucho su periódico?

—Blumenfeld acaba de salir de la cárcel. Sabrá usted que le condenaron a dos años de prisión.

—¿Cómo no voy a saberlo? Le condenaron por el artículo «Política sangrienta»...

—¡En efectol —¿Y ha cumplido ya sus dos años de condena?

¡Cómo pasa el tiempo!

—Veo que sigue usted de cerca la labor periodís tica de Blumenfeld.

—¿Cómo no voy a seguirla? ¡Blumenfeld es, por decirlo así, mi ahijado! Toda la juventud marxista, lo mismo que la populista y la neocristiana, ha pasado por mis manos. Sinitsky, Yakovlev, Guerchbaum, Pinin, Rukavitzin... A propósito: ¿ha leído usted el último artículo de Rukavitzin? Su teoría acerca del