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II

Entró en el despacho una de nuestras empleadas.

—¿Qué hay, Anna Nicolayevna?—le pregunté.

—Acaban de avisar de la imprenta que la censura no deja pasar la poesía.

—¡Cómol No hay motivo...

Edipo Rey nos escuchaba con visible interés.

—¿Dice usted—inquirió —que la censura no permite...?

—No permite publicar la poesía—contestó, mirando, asombrada, al monarca, Anna Nicolayevna.

El monarca guardó silencio unos instantes, tamborileando con los dedos sobre la mesa, y dijo: — Bueno; eso corre de mi cuenta. Dígale al regente que no se preocupe. Yo le hablaré a Pedro Vasilievich.

Anna Nicolayevna, cuyo asombro subió de punto, me miró, como preguntándome: «¿Quién es este seor?», y salió.

—Pedro Vasilievich—añadió Edipo Rey, al ver pintadas en mi rostro la extrañeza y la perplejidad— es uno de mis mejores amigos. El es el verdadero jefe del negociado de la Prensa. Se publicará la poesía.

¡A otra cosa! ¿Dónde compra usted el papel? ¿A cómo lo paga?

Satisfice su curiosidad.

—Un amigo mío, Eduardo Pavlovich, se lo venderá a usted con un quince por ciento de rebaja. Si usted me lo permite...

Y sin esperar a que yo se lo permitiese, se acercó al teléfono y descolgó auricular.