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—¡Cómo! ¿No se acuerda usted de Edipo Rey?

—¿El padre de Antígona?

—No. El Edipo Rey que le envió a usted el mes pasado unas poesías, que usted no publicó. Me contestó usted dos veces en su «Estafeta».

—¡Ah, sí, șí; ya recuerdol —Es bonito el seudónimo, ¿verdad?

—No es feo, no.

—¡Edipo Rey! Le llamaría a usted la atención.

—Si.

—En su primera respuesta me decía usted: «Su poesía, aunque concebida en una cabeza coronada, avergonzaría a un cochero de punto.» Se reirían mucho los lectores.

—¿Viene usted, por lo visto, a pedirme explicaciones?

—¡No! Lo que me ha movido a visitarle a usted ha sido la segunda respuesta. La recordará usted...

—Vagamente.

—¡Qué desmemoriado! Me decía usted: «Renuncie de una vez para siempre a pulsar la lira. Le aconsejamos que se dedique a otra ocupación.» —¿Y qué? No está usted conforme?...

—Sí; pero vengo a que me diga usted la ocupación a que debo dedicarme.

—¡Hombre, yo qué sé!

—¡Cómo!

El joven me miró con asombro, casi con indignación.

—¡Ah, nol—añadió—. Habiéndome usted aconsejado, de un modo tan categórico, que cambie de oficio, su deber es orientarme, ¿comprende usted?