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mantes del Rinoceronte Rojo, y Guillermo era muy capaz de haber proyectado robárselas...

Los minutos iban pasando, y Semen Pantalikin soñaba, soñaba, tratando de desentrañar el sentido oculto del problema, apoyada la cabeza, llena de fantasías exóticas, en la manecita manchada de tinta.

Y he aquí en lo que se convirtió, a la postre, el problema seco, sin alma, que les había dictado a los examinandos aquel pobre profesor de matemáticas, completamente desprovisto de imaginación: El sol no doraba aún las copas de los gigantescos baobabs, los pájaros de las regiones tropicales dormían aún en sus nidos, los cisnes negros no habían salido todavía de entre enormes bambúes australianos, cuando Guillermo Bloker, el célebre bandido, terror de toda la comarca, se puso en camino. De cuando en cuando se detenía breves instantes y hundía en las sombras de la espesura su mirada escrutadora. Sólo podía andar cuatro kilómetros por hora, porque, la noche antes, un enemigo misterioso, oculto tras el tronco de una enorme magnolia, le había atravesado una pierna de un balazo.

»—¡Vive Dios!—balbuceó el bandido—. ¡Juro por la piel del elefante sagrado de nuestros bosques que si encuentro al canalla que le ha cortado las patas a mi caballo...!

Sus dientes rechinaron y su diestra apretó, furiosa, el mango del puñal.

»Rodolfo Couters, que se había dormido acechando, entre los árboles, su paso, se despertó de pronto, cuando ya el bandido se hallaba a un kilómetro de