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dos ciudades reales, efectivas, visibles. Sobre todo la localidad B, que se llenó de casas de una arquitectura exótica, de chimeneas humeantes, de gente que iba y venía presurosa por calles y plazas, de vaqueros y españoles agricultores, jinetes en sendos trotones.

Tal era la ciudad adonde se dirigían Guillermo y Rodolfo.

Pero ¿cuál era el objeto del viaje? El problema no lo decía. No se emprende un viaje tan fatigoso, en un día calurosísimo, exponiéndose a numerosos peligros, sin un motivo serio. Guillermo y Rodolfo eran demasiado prudentes para arrostrar los ataques probables de los pieles rojas, los bandoleros y las fieras por mero capricho. Y no se va tampoco por mero capricho a una ciudad como Santa Fe, nido de bandidos, aventureros, jugadores, borrachos y asesinos.

Otra cosa extraña, inexplicable, era que Guillermo y Rodolfo fueran a pie, teniendo uno y otro en sus cuadras magníficos mustangs, que se pagarían en Europa a peso de oro. En aquel viaje se encerraba un misterio. ¿Querrían encontrar las huellas de una banda de guerrilleros que había atacado días antes a unos pacíficos vaqueros? Quizá los guerrilleros les hubieran cortado las patas a los mustangs para que Guillermo y Rodolfo no pudieran alcanzarles.

Por otra parte, el que Rodolfo se hubiera puesto en camino un cuarto de hora antes que Guillermo era muy significativo. Acaso el honrado squatter desconfiase de Guillermo. El honrado squatter poseía la llave de la caja donde estaban guardados los célebres dia-