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brero—al ver que usted tampoco ha olvidado aquel memorable encuentro!

—¡Ah! Usted lo recordaba, ¿eh?

—¿Cómo no había de recordarlo? Su recuerdo quedó grabado para siempre en mi corazón. El fingir ahora que no la conocía a usted ha sido un ardid.

—¿Un ardid?

—Sí. He querido ver si se acordaba usted de mí... ¿Cómo ha podido usted pensar que la había olvidado? ¡Los momentos de felicidad, de dicha suprema, no se olvidan!... Penetré en el coche, a pesar de mi costumbre inveterada de viajar en la plataforma, atraído por su belleza de usted. Iba usted a la izquierda...

—No, señor; a la derecha.

—A la derecha de la plataforma anterior; pero a la izquierda de la posterior. Llevaba usted sombrero, ¿verdad?

—Creo que sí.

—¡Vaya que lo llevaba usted! Lo recuerdo muy bien. También recuerdo que un viajero le dió al cobrador un billete de cinco rublos para pagar el del tranvía, y el cobrador le devolvió, en monedas chicas y grandes, los cinco rublos, menos algunos copecks.

—¡Qué observador es usted!

—Recuerdo también que salimos por la portezuela anterior.

Mis recuerdos se agotaron. Callé.

La joven se levantó y me dijo:

—Si la tontería es un don del cielo, hay que con-