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Mi interlocutora—llamémosla mida.así—parecía dormida.

—Hace mucho tiempo—proseguí—que no recibo carta de Moscú y estoy muy inquieto. No crea usted que hace una semana ni dos que no me escriben. ¡Hace tres meses!... ¿A qué lo achaca usted?

La joven debía de achacarlo a algo muy grave, porque no me contestó.

—Perdón, señora. ¿No es usted de Moscú?—le pregunté.

Volvió lentamente la cabeza hacia mí. Sus ojos lanzaban rayos.

—¡Oiga usted, caballero! Lo que me subleva no es la insolencia con que aborda usted a una mujer sola; desgraciadamente, eso es ya una costumbre casi consagrada por la tradición. Lo que me indigna es que se entregue usted tan de lleno a ese deporte, que olvide, en poco tiempo, los rasgos fisonómicos de las mujeres a quienes aborda. Esa mala memoria es imperdonable.

—Señora...

—Hará unos tres meses, caballero, yendo yo a su lado de usted en un tranvía, empezó usted a hablarme del próximo eclipse de luna...

—¡Oh, la astronomía es mi debilidad! Flammarión...

—Yo fuí tan tonta, que le contesté, y... me acompañó usted a casa. Y ahora, en su frívolo, en su desmemoriado, en su estúpido donjuanismo, me toma usted por una mujer desconocida...

—¡Cuán feliz soy—exclamé, quitándome el som-