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MEJICANO


En un banco del jardín público, a la sombra de un corpulento tilo secular, estaba sentada una linda joven.

Su belleza me sorprendió agradablemente, y me detuve.

Fingiendo una súbita y terrible fatiga, me acerqué, arrastrando los pies, como si me faltasen las fuerzas, al banco, y me senté a su lado.

Había decidido ponerme a hablar con ella de lo primero que se me ocurriese y hacerme amigo suyo.

Sus hermosos ojos, de largas pestañas, parecían absortos en la contemplación de las puntas de sus botitas.

Después de respirar a pleno pulmón, como si me dispusiera a tirarme de cabeza al mar, dije:

—¡No comprendo a esos mejicanos! ¿Por qué andan siempre a la greña? ¿Por qué se pasan la vida derribando gobiernos, matando presidentes y substituyéndolos con otros? ¿Por qué vierten sin cesar torrentes de sangre? No acierto a explicármelo. Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila. Es un derecho elemental, ¿verdad, señora?

Los hermosos ojos de largas pestañas miraron un