Mi interlocutor pareció titubear.
—Pero ¿qué?
—La plata labrada la hemos empaquetado ya.
—No importa; déjenla empaquetada.
Nueva pausa.
—¿Y no teme usted que nos llevemos el dinero y los efectos? ¿Tanto confianza le inspiramos?
—¡Ah, queridos amigos! Estoy seguro de que no harán ustedes eso. No son ustedes unos bestias. Y tengo la convicción de que, en el fondo, hasta son unas buenas personas.
—Sí; pero... la maldita vida que llevamos, este pícaro oficio... ¿Comprende usted?
—¿No he de comprender? Y les compadezco a ustedes de todo corazón. Si yo pudiera hacer algo por ustedes... Pero volvamos a nuestro asunto. Tengo plena confianza en su honradez. Si me dan su palabra de honor de no llevarse los efectos, les diré dónde está el dinero; pero a condición, ya lo saben, de que me dejen quince rublos: los necesito. ¿De acuerdo?
El ladrón, esforzándose en contener la risa, contestó: De acuerdo. Le prometemos dejarle los quince rublos.
—¿Y no llevarse los efectos?
—También se lo prometemos.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Muy bien. Gracias. Ahora, escuche usted: encima del escritorio hay una caja de sobres azul. En el fondo de esa caja, debajo de los sobres, está el dine-