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—Debo advertirles que tengo muy poco y que, además, está muy bien escondido... Díganme francamente cuáles son sus aspiraciones.

—¿Cómo?

—¿Qué piensan ustedes llevarse consigo... de lo que me pertenece? No tendrán ustedes queja de mi lenguaje, ¿verdad?

—No, señor, no. En otros términos: quiere usted saber lo que pensamos robar, ¿no es eso?

—Ha formulado usted muy bien mi pensamiento.

—Pues bien, tranquilícese usted; no pensamos robarle gran cosa. Como comprenderá usted, no podemos llevarnos objetos muy voluminosos, pues nos expondríamos a despertar las sospechas del portero. He aquí lo que hemos elegido: un poco de plata labrada, un gabán, una gorra de pieles, un despertador, un pisapapeles de plata...

—No es de plata—adverti yo, amistosamente.

—Entonces lo dejáremos. En su lugar nos llevaremos la cigarrera. Es una verdadera obra de arte.

—Oigan, amigos míos: comprendo su situación y me pongo en su lugar. Han tenido ustedes la suerte de poder penetrar en mi casa. Supongamos que su empresa termina tan felizmente como ha comenzado. Supongamos que el portero no les ve, o, si les ve, no recela nada de ustedes. ¿Y después? Naturalmente, llevarán ustedes los efectos elegidos a casa de cualquier indecente comprador de objetos robados, que les dará por ellos una miseria. ¡Conozco a esa gentuza! Ustedes arriesgan su libertad y, no pocas veces, su vida, mientras que esos señores no arriesgan nada