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voy! ¡No tardará en caer sobre ustedes el peso de la ley!

—Sus amenazas, caballero, no nos asustan—respondió la misma voz, serena, persuasiva—. Antes de que llegase usted tendríamos tiempo de sobra para huir. No conseguiría usted nada viniendo. Lo mejor sería que nos dijese dónde están las llaves del escritorio.

—¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡Bergantes! ¡Granujas! ¡Debían ustedes estar ahorcados hace tiempo! ¡Pero no tardarán en tener su merecido, canallas!

—¡Qué tontería, caballero! ¡No se ponga así! Sea razonable. Nosotros le hablamos tranquilamente, sin arrebatarnos. En vez de estropear el escritorio, descerrajando los cajones, le preguntamos a usted dónde están las llaves. Debía usted agradecérnoslo y no emplear esas expresiones groseras.

—No puedo hablar de otra manera con sinvergüenzas como ustedes...

—¡Mida usted sus palabras! No contestaremos a sus injurias; pero las castigaremos, si no se reporta, destrozando con un cortaplumas la tapicería de los sillones y del sofá, y dejaremos en un estado lamentable el escritorio y la biblioteca. ¡Figúrese usted qué bonito quedará su despacho! Nada de esto le sucederá si nos trata con cortesía.

—¡Tiene gracial—dije yo, en tono conciliador—. Póngase usted en mi lugar. ¡Penetran ustedes en mi piso, me arruinan, y aun pretenden que les trate como a unos hidalgos!

—¡Pero si nadie le arruina a usted! Aunque nos