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—Espere un momento... No estoy yo solo. Voy a llamar a mi compañero... Gricha, ven; a ver si te entiendes con este señor.

Alguien respondió, cerca del aparato, con colérico acento:

—¡Qué pesadez, Dios mío! ¡No le dejan a uno trabajar!

Y añadió, por teléfono:

—¿Quién es? ¡No hacen mas que llamar! ¿Qué quiere usted?

—¿Qué hace usted en mi piso?—rugí.

—¡Ah! ¿Es usted el amo de la casa? ¡No sabe usted lo que me alegro!

—¿Cómo?

—Tendrá usted la bondad de decirnos dónde están las llaves de su escritorio, ¿verdad? Llevamos un gran rato buscándolas...

—¿Pero qué dice usted?

—¡Que estamos volviéndonos locos buscando las llaves de su escritorio!

—¿Para qué?

—Para no vermos obligados a descerrajar los once cajones; lo cual, además de ser muy molesto, sería una lástima, pues el escritorio es magnífico. Lo menos le habrá costado a usted doscientos rublos. ¿Qué necesidad hay de destrozar un mueble así?

A medida que hablaba, con voz a cada instante más firme y tranquila, mi nuevo interlocutor, yo iba arrebatándome, poniéndome fuera de mí.

—¡Ah, canallas! — grité —. ¿Han penetrado ustedes en mi piso para robarme? ¡Espérense! ¡Allá

Averchenko: Cuentos.—T. I.
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