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—O yo me he vuelto loco, o quien bromea eres tú. Mi piso está cerrado con llave, y la llave la tengo yo en el bolsillo. ¿Quién puede haberte contestado?

—No sé. Una voz masculina desconocida me ha dicho: «Debe de estar en casa de Krasavin.» El que me ha hablado no parecía muy dispuesto a continuar la conversación, porque se ha apresurado a colgar el auricular. Yo he supuesto que sería algún pariente tuyo.

—¡Chico, me dejas turulato! Me voy en seguida a casa. Dentro de veinte minutos sabré de qué se trata.

—Pero ¿para qué esperar tanto?—replicó Chebakov, a quien aquel misterio, según se advertía en su acento, empezaba a interesarle—. Telefonea a tu casa, y saldrás de dudas en seguida.

—¡Tienes razón!

Colgué el auricular y volví a descolgarlo. Mis manos temblaban de impaciencia.

—¿Central?... 223-20.

—¿Otra vez? ¿Quién es?—preguntó, momentos después, una voz desapacible.

—¿Es el 223-20?

—¡Sí, sí, si! ¿Qué quiere usted?

—¿Y usted quién es?—grité furioso al par que intrigado.

Mi misterioso interlocutor pareció vacilar.

—El amo de la casa—contestó, al cabo, con voz insegura—ha salido.

—¡Vaya una noticia!—vociferé—. ¡Ya sé que he salido! ¡Porque el amo de la casa soy yo!... ¿Quién es usted y qué hace ahí?