no se apartaban, absortos, encantados, de la coqueta mujercita. De vez en cuando me miraba, como diciéndome: «Es un encanto esta adorable criatura, con sus caprichitos y sus fantasías, ¿no?»
II
Dos personas, que no me eran por completo desconocidas, entraron en el restaurante y ocuparon la mesa inmediata a la mía.
Eran él y ella.
Ella era coqueta hasta la medula de los huesos. Con coquetería refinada, exquisita, se bajó el cuello del abrigo, se arregló el sombrero, se frotó las manos, me dirigió una ojeada rápida al desdoblar la servilleta.
El le preguntó:
—¿Qué vino prefieres?
—Me es igual. Tú decidirás.
—Bueno. ¡Mozo!... Una botella de Cordon Rouge.
—¿Cordon Rouge?—dijo ella, poniendo un hociquito monísimo de niña caprichosa—. ¡Vaya un vino! ¿A quién se le ocurre...?
En aquel momento reconocí a la pareja: era la misma que algunos meses antes había cenado a mi lado en otro restaurante. Hasta recordé el nombre de la dama: Margarita Nicolayevna.
El caballero hizo un gesto de desesperación.
—¿No decías que te era igual, Margarita? ¿En qué quedamos?