muslimes convinieron en poner sobre el trono á un hijo del último príncipe y de una cristiana española, nombrado Abdelhacq, con lo cual los tíos abandonaron sus pretensiones y hubo paz por algún tiempo. Logró este príncipe una señalada victoria contra los portugueses, que, estimulados por la toma de Ceuta, con menos poder que atrevimiento, habían desembarcado de nuevo en la tierra de África y sitiaban á Tánger. Pero al fin Abdelhacq fué asesinado, como tantos otros, en su palacio, y rotos ya los frenos de la obediencia, menospreciada la autoridad de los príncipes, desatadas las pasiones de la muchedumbre, y confundidas y revueltas todas las cosas, cayó con él la dinastía de las Benimerines, y el Mogreb-el-aksa quedó entregado á la más espantosa y destructora anarquía.
A todo esto los reyes de Granada habían acabado de apoderarse de las pequeñas plazas mauritanas que aún conservaban los africanos en España, hasta el punto de no dejarles una sola almena, y un cierto Abu-Fares, señor de Túnez, había sujetado á su obediencia no pocas provincias y ciudades pertenecientes al reino de Fez. Tan miserable espectáculo ofrecían por dentro y por fuera las cosas del imperio mauritano.