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APUNTES

como vieron tan notables riquezas y comodidades abandonadas, parecióles bien establecerse allí, y enviaron á decir á sus hermanos que acudiesen á aprovechar el hallazgo. Y con efecto, vinieron turbas innumerables con sus camellos, jumentos y tiendas, y tranquilamente poblaron muchos lugares[1]. La confusión del imperio era tan grande á la sazón, que según el precioso Cartas, tantas veces citado, el soberano no era ya reconocido en los campos, limitando su jurisdicción y poder á las ciudades; hervían las tribus en discordia, no había más amistad en los pueblos, reputábase el menestral por tan alto como el noble, despojaba el fuerte al flaco, y cada cual ejecutaba cuanto pensaba sin temor ó respeto. Gobernaba á la sazón la cabila de los benimerines Ab-delhacq, capitán valiente y astuto político, el cual, como viese tal ruina, determinó levantar sobre ella su imperio. Logrólo sin grande esfuerzo, venciendo fácilmente á los decaídos almohades en varios encuentros, y trayendo á su partido con rigor ó halagos á muchos de los antiguos habitantes. Y sucediéndole sus hijos Abu-Said, Abu-Moarraf y Abu-Yahya, prosiguieron unos tras otros la comenzada obra, asentando este último la silla de su imperio en Fez. Al fin vino Abu-Yusuf-Yacub, otro hermano de los anteriores, y en su tiempo rendida Marruecos, se pudo dar por definitivamente establecido el imperio de los benimerines. De Yussuf cuentan los libros que era príncipe de gallarda presencia, y muy es-

  1. De esta singular relación del Cartas, cuyo autor recibió fresca todavía la tradición de las Navas de Tolosa, se deduce que ni el Arzobispo D. Rodrigo, ni los demás escritores españoles, exageraron tampoco el estrago que se hizo en aquella ocasión en los musulmanes.