riales contiendas de familia y de raza que la habían hecho impotente hasta entonces. Los antiguos amazirgas y xiloes y las tribus tan opuestas llamadas en España de gomeles, mazamudas, zenetes y otras, comenzaron á mirarse como hermanas, ya que no perdieron del todo sus diversas tradiciones y costumbres. Los guerreros árabes avecindados en el suelo conquistado, y las muchas familias del Asia y del Egipto, atraídas en África por las victorias, servían de lazo entre las ramas diferentes de la población antigua, concertándolas y juntándolas en un punto. Muza-ben-Nosseir, como hombre de tan altos pensamientos, no bien miró pacífica el África, puso sus ojos desde sus orillas en las de España, determinándose á ganarla para que fuera una con su gobierno. Genzerico había sentido en la opuesta arena los mismos pensamientos tres siglos antes. Y lo singular es que entrambos conquistadores, el vándalo y el árabe, éste para pasar á España y aquél para invadir el África, hallaron unos mismos medios é idénticas personas que les sirviesen. Un cierto conde Bonifacio, gobernador romano en Tingitania, movido de resentimientos particulares, entregó las provincias africanas á Genzerico, y ahora otro conde llamado Julián, que gobernaba la misma provincia, y por afrenta propia también, abrió á Muza las puertas de España. Hemos dejado al conde D. Julián bloqueado en Ceuta por Meruam y defendiéndose bravamente: determinado luego á ejecutar su traición, entregó la plaza á los árabes, les reveló ios secretos del imperio godo, y guió sus huestes á los campos fatales de Guadalete. La hueste del Islam la formaban allí doce mil bereberes gobernados de aquel Taric-ben-Zeiad, soldado viejo, tan amigo
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