taba arrojado el guante; la Francia no podía menos de levantarlo. A las reclamaciones del cónsul francés en Tánger contestó en los términos más altivos el sultán, por mano del secretario de las órdenes imperiales Sidi-Mohammed-ben-Edris, que hacía las veces de ministro de Estado. Decía éste en sus despachos que los vasallos del sultán, su amo, pedían con espantosos clamores la guerra; que lo de Guadi-mailah fué promovido por los franceses, y que antes debían mostrarse agradecidos, que no quejosos, porque ni uno de ellos habría escapado al justo furor de los muslimes si el alcaide de Ugda, Alí-el-gnaui, no los hubiese contenido piadosamente y apagado su esfuerzo invencible. Al propio tiempo insistió en que las tropas francesas evacuasen el territorio disputado. En vano interpuso su influjo el bajá de las provincias septentrionales del imperio, Sidi-buselam, hombre prudente y muy amigo de los europeos; la corte imperial estaba resuelta á tentar la suerte de las armas.
El 15 de Junio fueron nuevamente atacadas las tropas francesas, y esta vez con notable alevosía, porque habiendo solicitado el mariscal Bugeaud, gobernador general de la Argelia por los franceses, una entrevista del alcaide Alí-el-guah para tratar de las paces, y viniendo en ello el moro, señalóse por lugar de ella las orillas del Guadi-mailah, y uno y otro acudieron allí, confiados en el seguro que mutuamente se dieran. Pero no bien se avistaron los dos jefes contrarios, cuando la escolta francesa, que había venido á proteger la conferencia, fué atacada vigorosamente por un cuerpo de más de cinco mil marroquíes, que pusieron al principio á los franceses, harto menores en número, en grande