rar al blanco con los arcabuces; otras veces mandaba á sus mismos pajecillos que les tirasen piedras, y ellos lo hacían con tal destreza, como prácticos ya en aquel ejercicio, que á poco espacio saltaban los cascos de los infelices en menudas piezas. Faltaron una vez á pagar la garrama los vecinos de un aduar, que eran en número de seiscientas personas, y envió á un alcaide de su genio con toda la facultad y escolta necesaria para que le trajese las cabezas de todos sin perdonar aun á los que pareciesen más inocentes ó menos culpados. Obedeció el ministro, y, después de cortadas las cabezas, las fué poniendo en serones, haciendo diferentes tercios, para traerlas al rey en cargas. Recibió el inhumano príncipe aquella mercadería horrorosa, y, recreándose en el estrago, las fué contando por sus manos una á una, para ver si había algún fraude en la cuenta; y como faltase de las seiscientas una tan solamente, ó porque se habría caído ó aporque quizás no serían tantas las personas, díjole al comisario: «¡Tú, perro, no me has obedecido con toda la puntualidad que te ordené, porque quizás te reducirían á cabeza de plata una de carne que falta aquí en la cuenta!» Y sin más le cortó la cabeza, y, poniéndola con las otras, las volvió á contar, diciendo: «Ahora sí que tengo yo mi cuentecita ajustada». Mandó otra vez que le acabasen unas tapias que estaba levantando en su alcazaba; y señaló á los alarifes el tiempo determinado en que habían de estar concluidas. Era la obra mucha, el término corto, y, aunque se aplicaron con la solicitud de quien esperaba la muerte, no pudieron acabarlas para el día señalado. Vino el rey al punto de cumplirse el plazo, y, hallándose desobede-
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