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Aimbire duda nuevamente de la lealtad lusitana, enciéndese otra vez en ira, hace sonar las trompas guerreras y parte con sus parciales al encuentro de los recien llegados. Nada le detiene, ni las observaciones de otros caciques de su raza, ni los peligros á que de nuevo pueda esponerse la jóven cuya existencia depende ya de su apoyo. Pronto se encuentra con sus huestes al pié de la reciente fortaleza: la asedia meses enteros; la lucha es porfiada; á los Tamoyos que caen á las balas suceden otros, como olas que crecen unas en pos de otras.

El mismo Mendo de Sá acude al lugar de la lucha. Aimbire le reconoce, y levantando los ojos desde el nivel del Océano hasta las montañas sublimes que dan majestad al golfo, los vuelve hácia los suyos y los fija con detención especial sobre su esposa. Parece que diera el último adiós á tan caros objetos, y la lágrima de dolor que no se muestra en sus ojos le cae petrificada y ardiente sobre su corazón. — «A las trincheras! esclama derrepente; combatir ó morir.» Dice, y se lanza á la pelea. No son hombres sino leones los que batallan; la sangre espumosa forma lagos. Los ojos de Aimbire parecen dos relámpagos: ensánchasele el alma como el mar al trueno de la artillería. Parece que desafiara al cielo y al infierno, á las balas