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Llegó de un modo inesperado» sin anunciarlo siquiera con un telegrama.

Cuando fui aquella noche, como de costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de su marcha.

María Victorovna, de rodillas ante la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba entregando al criado.

Al ver al ingeniero, di, involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo sonriendo, mostrando sus blancos y sólidos dientes:

—¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle, señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de usted!

Me cogió del brazo, y prosiguió:

—Comprendo su decisión y la apruebo sin reservas. Es infinitamente más honrado y más inteligente ser un buen obrero que garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra. Yo he trabajado en Bélgica como simple obrero... con estas manos que usted ve... y he sido durante dos años maquinista...

Llevaba un batín, calzaba unas pantuflas y andaba con el balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.

No tardó en servirse la cena. Se me invitó.