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No tardó en reaparecer el señor del frac, que me indicó otra puerta. La abrí y me dirigí a una gran mesa verde, tras la cual me esperaba, en pie, vestido de uniforme y con una condecoración en el pecho, el gobernador. Tenía en la mano una carta.

—¡Señor Poloznev!—me dijo, abriendo, en forma de "O", una boca de a palmo. Le he llamado a usted para hacerle saber lo siguiente: su honorable padre se ha dirigido, por escrito y de palabra, al presidente de la nobleza de la región suplicándole que le haga comprender a usted que su conducta no es admisible en la clase noble a que tiene el honor de pertenecer por su nacimiento. El señor presidente de la nobleza, su excelencia Alejandro Pavlovich, creyendo, con razón, que su conducta de usted es condenabilísima, pero que su llamada al orden seria del todo ineficaz, se ha dirigido a mí, a su vez, para que yo ejerza mi poder administrativo. Aquí está su carta. Me suplica en ella que tome las medidas que juzgue necesarias al objeto de poner fin a este escándalo intolerable...

Hablaba en voz queda y con acento respetuoso, y continuaba en pie como si yo fuera su jefe, y no había en su mirada ni asomos de severidad. En su rostro rugoso se pintaba una falta total de energía. Sus mejillas colgaban como bolsas de cuero. Llevaba teñido el cabello, y su edad no era fácil de determinar: lo mismo podía tener cuarenta que sesenta años.