Una noche volví muy tarde a mi posada, de casa de María Victorovna, con quien había pasado la velada, y encontré en mi cuarto a un joven oficial de policía, engalanado con un uniforme nuevecito, que hojeaba un libro, sentado ante mi mesa.
—¡Por fin!—exclamó al verme entrar.
Salió a mi encuentro, desperezándose como tras un largo sueño.
—Es la tercera vez que vengo hoy a buscarle a usted. He perdido todo el día. He aquí de lo que se trata: su excelencia el señor gobernador ordena que se presente usted a él mañana, a las nueve de la mañana. ¡Sin falta!
Me hizo firmar un compromiso de ejecutar exactamente la orden del gobernador, y se marchó.
Aquella visita del oficial de policía y la invitación inesperada del gobernador me causaron muy mala impresión. Desde mi niñez les había tenido un miedo irresistible a los gendarmes, a los policías, a los jueces, en fin, a toda la gente para quien es un derecho, casi un deber, hacer daño a los demás. Y entonces también experimenté una gran inquietud, como si fuera autor de un crimen.
No pude conciliar el sueño. Karpovna y su hijo adoptivo, el obeso Prokofy, también estaban inquietos con la visita del oficial de policía, y no