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guir el mismo camino, porque va a parar a un pantano...

Era ya muy tarde, y había que irse.

Cuando el doctor y yo salimos a la calle, en el reloj de la catedral daban las dos.

—Bueno, ¿está usted contento?—me preguntó el doctor—. ¿Verdad que es encantadora?

El primer día de Navidad comimos en casa de María Victorovna, y durante las fiestas la visitamos casi diariamente. Tenía razón al afirmar que no mantenía relación alguna con los habitantes de la ciudad: salvo nosotros dos, nadie la visitaba.

Casi todo el tiempo que estábamos con ella lo dedicábamos a pláticas y a discusiones de orden trascendental. Algunas veces el doctor llevaba un libro o el último número de una revista, y nos leía en alta voz.

En fin: él fué el primer hombre verdaderamente instruido que conocí. No puedo asegurar que tuviera una gran erudición; pero yo le escuchaba con sumo interés y me parecía persona de conocimientos muy sólidos. Cuando hablaba de medicina, no se asemejaba en nada a los demás médicos de la ciudad; decía cosas nuevas, originales, interesantes en extremo. Yo pensaba, escuchándole, muchas veces, que podía llegar a ser un sabio célebre si quería.

Era también el único hombre que ejercía sobre mí una positiva influencia. Gracias a él y a los libros que me daba, comencé a sentir un vivo de-