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—Todo el mundo—prosiguió, dirigiéndose a la puerta—debe trabajar. El confort debe ser para todos. ¡Nada de excepciones, nada de privilegios!

Y salió.

Momentos después volvió acompañada del doctor Blagovo.

—Habíamos entablado—le dijo—un diálogo filosófico. Pero ¡basta de filosofía! Cuéntenos usted algo. Háblenos, por ejemplo, de sus compañeros de trabajo. Deben de ser muy interesantes.

Empecé a informarla; pero, en parte por mi torpeza de hombre no habituado a narrar y en parte por mi turbación, mi relato fué seco, como el de un etnógrafo que refiriese algo tocante a la vida de los pueblos.

El doctor también refirió varias anécdotas a propósito de los obreros, aunque con más gracia, como un artista consumado: remedaba a los obreros borrachos, lloraba, caía de hinojos, hasta se tendía en el suelo para parodiar mejor la embriaguez.

María Victorovna le miraba y se desternillaba de risa.

Luego el doctor se sentó al piano y empezó a tocar y a cantar. María Victorovna, de pie, a su lado, le colocaba en el atril los cuadernos de música y le corregía cuando se equivocaba.

—He oído—decir que usted también canta—le dije a la señorita Dolchikov.

—¿También?—gritó horrorizado el doctor—.