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gún instrumento se caía al suelo, volvíamos la cabeza asustados: tan habituados nos hallábamos a tal silencio. De cuando en cuando se oía al sacerdote salmodiar preces sobre el ataúd de un niño. A veces, un pintor, que pintaba en la cúpula una paloma, empezaba a silbar quedito, y, espantado él mismo de su audacia, se callaba en seguida. Cuando las campanas de la iglesia empezaban a sonar tristemente sobre nuestras cabezas, adivinábamos que traían un difunto de la ciudad.

Entregado al trabajo durante el día en aquel templo silencioso, yo me permitía por las noches jugar al billar, o, si había algún espectáculo, ir al teatro, a entrada general, con el traje que acababa de hacerme y en el que había invertido parte de mis ahorros.

En casa de Achogruin había ya comenzado la saison théatrale. Se celebraron funciones y conciertos de aficionados. Las decoraciones ahora eran pintadas por Nabó sólo, sin mi ayuda. Cuando volvía de casa de Achoguin, me contaba el argumento de las piezas que se representaban y el asunto de los cuadros vivos que se ponían en escena. Todo aquello me interesaba mucho y yo habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Me habría placido en extremo asistir a los espectáculos de casa de Achoguin, pero no me atrevía a ir.

Una semana antes de las fiestas de Navidad llegó el doctor Blagovo.