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iglesia éramos brutalmente atropellados por la policía. Cuando alguno de nosotros estaba enfermo en el hospital, los enfermeros y las enfermeras le trataban con un desprecio altivo, le robaban el alimento y le servían de comer en platos sucios. En las oficinas de correos, cualquier empleadillo se creía en el derecho de tratamos como a bestias y de insultamos groseramente.

—¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?

Hasta los perros parecían despreciarnos y se lanzaban contra nosotros con una furia singular.

Lo que sobre todo me indignaba en nuestra ciudad era la ausencia absoluta del espíritu de justicia. Mi nueva posición social me permitía comprobarlo a cada paso. Mis paisanos estaban, como dice el vulgo, dejados de la mano de Dios. Todos, sin excepción, robaban, estafaban, engañaban, abusaban de la confianza: los comerciantes, los contratistas, los empleados. A nosotros, simples obreros, no se nos reconocían ningunos derechos, ni aun los más elementales; el dinero que se nos debía por nuestro trabajo nos veíamos obligados a mendigarlo, como una limosna, gorra en mano, a la puerta de nuestros deudores.

Un día que me hallaba en el club empapelando una habitación inmediata al salón de lectura, vi de pronto entrar a la hija del ingeniero Dolchikov, con unos cuantos libros en la mano.

—¡Hola!—dijo cuando me hubo reconocido, tendiéndome la mano—. Celebro mucho verle a usted.

Se sonreía y miraba con curiosidad mi blusa,