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Vivía de nuevo en la ciudad, y lo que veía me inspiraba una repugnancia profunda. Convertido en un simple obrero, contemplaba la vida de mis paisanos desde un nuevo punto de vista.

Los que yo consideraba menos sinvergüenzas se revelaban ahora a mis ojos en toda su vileza, crueles, sin escrúpulos, capaces de toda maldad. Nos engañaban a cada paso, trataban de pagarnos lo menos posible, nos hacían esperar horas enteras en el portal frío o en la cocina, nos hablaban en un lenguaje brutal, nos insultaban, nos trataban, en fin, como a vil chusma.

Recuerdo un hecho significativo: me encargaron de empapelar el club de la ciudad. Me pagaban a razón de siete "copecks" por rollo de papel, y como se me propusiera firmar un recibo de doce "copecks" por rollo, me negué a hacerlo. Entonces uno de los administradores del club, un señor de aspecto muy respetable, con gafas de oro, me gritó:

—¡Si añades una palabra más, te rompo las muelas, canalla!

Un camarero allí presente le dijo algo al oído quizá que yo era el hijo del arquitecto Poloznev. El administrador se turbó un poco, pero se repuso en seguida y contestó:

— ¿Qué vamos a hacerle? ¡A la porra!

Los tenderos se creían en el deber de vendernos el género más malo, el que no se atrevían a ofrecerles a los demás. En las carnicerías nos daban a menudo carne echada a perder. En la