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tiempo en cierta clase de funciones sin grave peligro del progreso humano...
En aquel instante entró mi hermana. Al ver al doctor se turbó mucho y dijo, momentos después de llegar, que era ya tarde y que la esperaba papá.
—¡Cleopatra Alexeyevna!—exclamó Blagovo con acento persuasivo—. ¿Qué daño puede haber para su padre de usted en que pase usted media hora conmigo y su hermano?
Había en su voz tal expresión de sinceridad, que convencía. Mi hermana reflexionó un poco, se echó luego a reír y se llenó de una súbita alegría.
Nos dirigimos a las afueras, nos sentamos sobre la hierba y continuamos nuestra conversación. En la ciudad, frente a nosotros, las ventanas parecían de oro, heridos sus cristales por los rayos del sol.
A partir de aquel día, cada vez que mi hermana venía a verme, venía también el doctor Blagovo. Aparentaban encontrarse en casa por casualidad.
Ella escuchaba atentamente nuestras discusiones, pintados en el rostro la alegría y el entusiasmo. Se diría que un mundo nuevo se abría poco a poco a sus ojos, un mundo cuya existencia no sospechaba y que se esforzaba en conocer una vez entrevisto.
Cuando el doctor no estaba presente, permanecía silenciosa y triste. De cuando en cuando lloraba con un suave llanto; pero no era yo quien la hacía llorar.
En él mes de agosto, Nabó nos anunció que íba-