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—¡Pero, permítame usted!—me replicó el doctor, encolerizado de pronto—. ¡Si cada uno se dedica por entero al perfeccionamento de su propia persona y a la contemplación de su propia belleza moral, no hay progreso posible.

—¿Por qué? Si para mantener su famoso progreso de usted es preciso que unos trabajen para otros, alimentándolos, vistiéndolos, defendiéndolos, con riesgo de su vida, contra sus enemigos, tal progreso no vale un comino, pues se basa en una tremenda injusticia.

—Usted constriñe la idea del progreso—objetó vivamente Blagovo—. Lo reduce a algo demasiado pequeño, a algo mezquino. El progreso no puede ser limitado por las necesidades y las aspiraciones de tal o cual grupo de gentes. Tiene un carácter universal y no se somete a nuestros deseos. Escapa a nuestra comprensión y desconocemos sus fines.

—Entonces, ¿ni siquiera nos es dable saber adónde puede conducimos ese famoso progreso? En ese caso la vida no tenía sentido.

—¿Y qué falta nos hace saber adonde se dirige la humanidad? El saberlo sería aburrido y la vida perdería todo interés. Subo por la escala que se llama progreso, civilización, cultura; subo sin saber adonde iré a parar; pero no me enoja. El camino en sí es tan hermoso que sólo el avanzar por él vale la pena de vivir. Y usted, que busca el sentido de la vida, ¿para qué vive? ¿Para luchar contra la opresión de unos por