57 Yo no iba nunca a casa de mi padre. Mudias tardes, cuando volvía, después del trabajo, a mi posada, encontraba cartitas de mi hermana, conci- sas, escritas con una visible turbación. Casi siem- pre me hablaba en ellas de mi padre, que ora estaba triste y silencioso durante la comida, ora de un humor endiablado, ora tan taciturno y poco sociable que no salía de su cuarto. Aquellas cartas turbaban mi alma y me quita- ban el sueño. Algunas noches vagaba horas en- teras por la calle de la Nobleza, por delante de nuestra casa, dirigiendo miradas escrutadoras a las ventanas obscuras y esforzándome en adivi- nar lo que ocurría tras ellas. Se me antojaba siempre que había ocurrido alguna desgracia. Los domingos mi hermana venía a verme, sLem- pre en secreto, sin que mi padre se enterase. Apa- rentaba venir no a verme a mí, sino a nuestra nodriza. Estaiba pálida y con los ojos hindiados de llorar. En cuanto llegaba daba rienda suelta a las lágrimas. — ¡Papá no soportará esto! — me decía en tono quejumbroso — . Si le sucede una desgracia — no lo quiera Dios — , tendrás toda tu vida remordimien- tos de conciencia... ¡Es horrible, Misail! En nom- bre de nuestra pobre madre te suplico que cam- bies de conducta! — No comprendo, querida — ^le respondía — , cómo te empeñas en que cambie de conducta cuando estoy seguro de que obro según me manda mi conciencia. Digitized by VjOOQ IC ,'
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