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quiera; pero... se lo ruego: no vuelva a saludarme.

Naturalmente, no seguí viviendo en casa de mi padre; vivía en el arrabal de la ciudad llamado "Makarija", en casa de mi anciana nodriza, Karpovna, una vieja de muy buen corazón, pero de un carácter sombrío. Siempre estaba hablando de presentimientos nefastos y de malos sueños; hasta las abejas que entraban del jardín se le antojaban signo de desgracias próximas a ocurrir.

El hecho de que yo me convirtiese en un simple obrero fué también para ella un presagio siniestro.

—¡Eres un desgraciado! ¡Esto acabará mal!—repetía, balanceando tristemente la cana cabeza—. Me da el corazón...

En su reducida casuca vivía también su hijo adoptivo, Prokofy, un carnicero. Era un hombre casi gigantesco, de unos treinta años, desgalichado, rojo, con unos bigotes que parecían de alambre. Cuando me encontraba en el vestíbulo, se apartaba respetuosamente para dejarme paso, y si estaba borracho me hacía un saludo militar llevándose la mano a la gorra. Por las noches, cuando estaba cenando, yo le oía, al través del tabique que separaba mi camaranchón de su cuarto, mastícar y lanzar ruidosos suspiros cada vez que bebía "vodka", como si bebiese veneno.

—¡Mamá!—le gritaba a la vieja Karpovna.

—¿Qué, hijo mío?—le preguntaba ella al carnicero, a quien quería con locura.