Elena.—¡Cómo! ¡De ningún modo! ¿Por qué?
Smirnov.—Porque... porque..., en fin, es cuenta mía.
Elena.—¡Tiene usted miedo, sencillamente! ¿Verdad? ¡Pero no se me escapará usted! ¡Al jardín! ¡Al jardín! No estaré tranquila hasta que le haya alojado una bala en la cabeza... ¡En esa cabeza que detesto! ¿Conque tiene usted ahora miedo?
Smirnov.—Sí, tengo miedo.
Elena.—¡Mentira! ¿Por que no quiere usted batirse?
Smirnov.—Porque... porque... me gusta usted..
Elena. (Con risa sarcástica.)—¡Ja, ja, ja! ¡Le gusto! ¡Y se atreve a decirlo! (Señalando a la puerta.) ¡Ande!
Smirnov. (Acercándose a ella vacilante.)—Oiga usted..¿Está usted enfadada aún?... Yo también estoy hecho un demonio; pero... no sé cómo decirle a usted... es una cosa tan estúpida, que... (Empieza a gritar.) ¡Caracoles! ¿Qué culpa tengo yo de que usted me guste? (Aprieta con ambas manos rudamente el respaldo de la silla, que cruje.) ¡Qué sillas más flojas!... ¡Pues bien, sí, me gusta usted! Estoy casi... casi enamorado...
Elena.—¡Váyase usted! ¡Le odio!
Smirnov.—¡Santo Dios, qué mujer! ¡No he vis-