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oía con frecuencia chirigotas en boca de tenderos y dependientes:

—¡Ahí tenéis a un caballero, a un noble descalzo!

Al principio eso me turbaba, me ofendía; pero poco a poco aprendí a acoger con calma tales burlas. Y cosa extraña: quienes más encarnizadamente me hacían objeto de sus mofas eran aquellos que en otro tiempo se habían visto obligados a trabajar de un modo rudo. Muchas veces, cuando pasaba por delante del mercado me tiraban, como sin querer, agua, y un día un tenderillo llegó a tirarme un palo a los pies. Un pescadero anciano de luenga barba blanca me dijo una vez, mirándome con odio:

—¡No eres tú el digno de lástima, canalla, sino tu pobre padre!

Los amigos de casa, cuando me encontraban, no podían disimular su azoramiento. Unos me miraban como a un extraño; otros me compadecían; otros no sabían qué actitud adoptar ante mí.

Un día, en una callejuela que desembocaba en la calle de la Nobleza, me topé con Ana Blagovo. Iba a mi trabajo y llevaba un saco de pintura y dos largas brochas. Al reconocerme, la amiga de mi hermana se ruborizó:

—¡Le suplico a usted que no me salude en la calle!—me dijo con voz alterada, dura y temblorosa, sin tenderme la mano.

En sus ojos brillaban las lágrimas.

—Si cree usted obrar bien, haga lo que