paces de amar. Lo que llaman amor no es, en realidad, sino un engaño, una astucia de que se valen en su guerra contra los hombres, un timo. Mientras que el hombre sufre de veras y está dispuesto a todos los sacrificios, la mujer vierte lágrimas artificiales mirándose al espejo. Nos engaña, se ríe de nosotros. Usted, que es mujer—¡desgraciadamente para usted!—, dígame con franqueza si ha conocido alguna mujer sincera, fiel, constante. ¡No, no y no! Sólo las feas y las viejas son fieles y constantes, porque no tienen más remedio. Es más fácil encontrar un gato con cuernos o un toro con seis patas que una mujer constante...
Elena.—¿Y tendrá usted el valor de afirmar que los hombres lo son?
Smirnov.—¡Sí, señora! ¡Lo afirmo!
Elena. (Con una risa amarga.)—¡Los hombres! ¿Afirma usted que los hombres son constantes en el amor? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué disparate! ¡El mejor de los hombres que he conocido era mi difunto marido! Yo le amaba apasionadamente, con toda mi alma, con una ternura desbordante. Le había entregado mi juventud, mi vida, mi fortuna; era para mí un Dios, ante quien me inclinaba religiosamente... Y, sin embargo... el mejor de los hombres me engañaba, de una manera vergonzosa, a cada paso. Después de su muerte he encontrado en los cajones de su mesa una porción de cartas de mujeres... Me dejaba semanas enteras sola en casa, les hacía delante de mí el