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suspiraba, sufría, me pasaba noches enteras mirando a la Luna, como un idiota; recitaba versos amorosos, dedicaba sonetos a criaturas poéticas. Hablaba furiosa, apasionadamente; hablaba como un imbécil de la emancipación de la mujer; derrochaba mi patrimonio a los pies de ángeles con faldas; en fin, era el más imbécil de los idiotas. ¡Y ya no quiero más, gracias! ¡Ya no caeré más en el lazo tendido por manos poéticas! He pagado demasiado cara la experiencia. Los ojos negros, los labios de púrpura, los quedos coloquios de amor, las declaraciones a la luz de la Luna, son cosas ahora para mí por las que no daría ni un céntimo. No me refiero a las presentes; pero todas las mujeres, sin excepción, son coquetas, embusteras, maldicientes, vanas, ligeras, mezquinas, malignas, ambiciosas, egoístas. Su lógica es disparatada, y en cuanto a cacumen, el último de los gorriones está por encima de cualquier filósofa con faldas. Por fuera son todas ustedes criaturas encantadoras: tules, encajes, mil primores, mil atractivos, semidiosas; pero si miramos su alma, criaturas divinas, la de un cocodrilo no nos parecerá peor. (Aprieta con ambas manos rudamente el respaldo de la silla, que cruje.) Y lo que más me subleva es que se creen ustedes tiernas, sentimentales, capaces de amar de verdad...

Elena.—Caballero, permítame...

Smirnov.—No, déjeme acabar. He sufrido lo que no es decible, por culpa de sus semejantes de usted, y sostengo que las mujeres no son ca-