es con usted y no con su administrador! ¿Para qué demonios necesito yo a su administrador?
Elena.—Perdón, caballero. No estoy acostumbrada a ese lenguaje ni a ese tono. No le escucho a usted más. (Sale rápidamente.)
Smirnov.—¡Tiene gracia! ¡Que el diablo se lleva a todas las mujeres con su maldito humor! ¡Hace siete meses de la muerte de su marido! ¿Y a mí qué? ¿Tengo que pagarle al Banco, o no? ¡Ah, señora mía, no estoy dispuesto a permitir que se me tome el pelo! Su marido de usted se ha muerto; usted está de un humor poético, soñador; pero a mí me tiene sin cuidado, me importa un comino. ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que huya en aeroplano de mis acreedores? ¿Que me estrelle contra una pared? ¿Que me tire al río? ¡No, señora, no! ¡No soy tan bestia! Estoy hasta la coronilla. Llego a casa de un deudor, y ha salido; corro a casa de otro, y se esconde; el tercero me arma camorra; el cuarto tiene colerina; el quinto está borracho, y a esta viudita me la encuentro de un humor melancólico... ¡Y ni un solo bribón me quiere pagar! ¡Ah, no, na puedo permitir que se me tome el pelo! ¡Hasta que me paguen no salgo de aquí! ¡Brrr..., la ira me ahoga! ¡Me va a dar una congestión! (Gritando desde la puerta,) ¡Muchacho!
Lucas. (Entra, pintado el terror en los ojos.)—¿Qué manda el señor?
Smirnov.—Tráeme un vaso de agua... o, mejor, de sidra. ¡Y pronto, galopín! (Lucas sale a toda