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na y le llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

—¡Tú por aquí!—exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama—. ¿Cómo te va, muchacho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

—Habrás pintado cuadros muy interesantes—dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

—Sí, he pintado algo... ¿Y tú?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluído aún, cubierto de polvo y telarañas.

—Mira—contesta—. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.

En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardinillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

—Sí, hay expresión—dice—. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda..., son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el

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