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—¡No!—contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación—. ¡Le ruego que me deje en paz!

—¡Qué vamos a hacerle!—suspiró el beodo, sentándose junto a la maleta—. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor... No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ella de administradores, de agrónomos, de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...

—¡Nicolás Sergueyevich!—gritó por el pasillo la señora Kuchkin—. ¿Dónde se ha metido?

—¿Conque no quiere usted quedarse?—preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!

Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.

Media hora después Macha Pavletskaya disponíase a tomar el tren.