ver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!
Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.
—¿Se puede?—preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkin.
—¡Adelante!
El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.
—¿Qué hace usted?—preguntó, mirando las maletas abiertas.
—El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.
—Comprendo su indignación de usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave...
La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.
El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:
—Comprendo su indignación, señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi