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dóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.

—Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!

La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.

—¡Y le ruego a usted—añadió dirigiéndose a su marido—que no se mezcle en mis asuntos!

El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.

Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer!

¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya!

¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!

Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que vol-