Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.
—Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos...
—No se trata de los dos mil rublos—dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima—. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!
Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:
—¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca horrorosa...
Se levantó con tanta precipitación, que por poco si tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.
—¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío!—murmuró el señor Kuchkin— No se ha debido registrar su cuarto... Ha sido un abuso...
—Yo no afirmo—replicó la señora— que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices... me inspiran muy poca confianza.
—Sí, pero—contestó el amo de la casa con cierta timidez—ese registro..., ese registro..., per-